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Es muy difícil dejar por escrito qué es lo que se experimenta como creyente al llegar a Barbastro. 

Hace pocos meses tuve la oportunidad de ver "Bajo un manto de estrellas", una película que narra el martirio de los dominicos de Almagro. Es una historia deslumbrante porque en cada uno de ellos cristalizaba el mensaje de entrega por Amor. Tratando de conocer más, llegó "Un Dios prohibido"... y ver esta película con el corazón abierto a lo que Dios quiera mostrar con ella es reconvertir la vivencia de la fe desde su raíz. El conocer hasta qué punto otros han puesto el Cielo por encima de todo nos hace conscientes de la pobreza de nuestro ser cristianos. Cuando se ama se es capaz de entregar todo por esa causa; los mártires entregaron sus vidas sin pensarlo. Su ejemplo, su forma de recibir con alegría aquello que Dios dispuso para ellos, nos hace aprender que en la fe no hay reservas; que debe arder nuestro corazón de Amor y de felicidad por haber recibido ese don. Nos hacer repensar qué somos como creyentes, que si Cristo fue el primero que entregó su vida por nuestra salvación y cientos de miles de cristianos han sido capaces de hacer lo mismo con la suya, a nosotros nos toca responder a esa Entrega como Dios nos pide que lo hagamos. Quizá la cuestión esté en estar dispuestos, sin miedo, a recibir una llamada clara de Dios a dar testimonio con nuestra palabra, con nuestras obras, con nuestra forma de vivir... Quizá la cuestión esté en confiar, de forma definitiva en que amar a los demás como Jesús lo hizo, es el único camino.

El Museo de los Mártires Claretianos

Hay varias calles de la parte antigua de Barbastro que confluyen en la calle Conde, donde se eleva el Museo, un edificio que sustituye al antiguo Seminario en el que estuvieron, antes de ser arrestados, los jóvenes claretianos. En la actualidad, más de cien mil personas han visitado su interior.

Recordaré siempre el momento en que entramos en el hall; el silencio lo llenaba todo al tiempo que en el ambiente se vislumbraba una presencia especial. 

Nos atendió un padre de la forma más amable; cómo se veía la emoción en sus ojos cuando nos hablaba de aquellos que le precedieron por los pasillos de la casa. Nos contaba cómo era la vida de los seminaristas, siempre alegres y con el corazón siempre puesto en Dios. 

Allí estábamos, en aquel salón de actos que tantas veces había visto en internet, con ese mural enorme que representa a los 51 mártires junto al obispo Don Florentino -mártir también-, y la Virgen. Acomodados en nuestros asientos, comenzó el padre a recordar lo que allí ocurrió en los meses de julio y agosto de 1936; un episodio terrible de nuestra historia más reciente pero que Dios tomó para demostrar que sus hijos son valientes cuando de verdad creen que Él los ama. Así eran los muchachos que vivían en aquel Seminario, traslados desde Cervera porque los superiores pensaron que en Barbastro estaban más seguros. 

Con pasos cansados y con la emoción aún en los ojos, nos llevó hasta una casita de madera, construida por otro padre, que representaba cómo era el edificio antiguo por dentro. Al ver que acogíamos su discurso, y que compartíamos esa emoción, su voz se hacía más paternal, como la de un abuelo que cuenta sus recuerdos más queridos a sus nietos. A unos metros de esta primera maqueta, había otra que era una reproducción del colegio de los Escolapios, en cuyo salón de actos estuvieron encerrados los jóvenes que en esos momentos ya se preparaban para el martirio. En ese mismo lugar estuvo el obispo Don Florentino Asensio y los monjes benedictinos del Pueyo. 

Con un nudo en la garganta pasamos a la parte que guarda escritos y otros objetos personales de los mártires. Lápices con los que escribían sus mensajes de perdón en envoltorios de chocolate, rosarios, libros de oraciones, notas encontradas en la sotana de alguno de ellos. De entre todo esto, hay, en una esquina de la estancia, una carta de despedida a la Congregación escrita por el beato Faustino Pérez, y que el padre leyó de forma solemne. La firmaban los seminaristas que quedaban vivos el 13 de agosto, los más jóvenes; pero esto no aligeraba la firmeza en su propósito de entregar la vida por su fe. Y en todo, todo, estaba el deseo claro como el agua del río Vero, de que llegaran a sus verdugos las palabras de perdón que siempre estuvieron en sus labios. 

Lo que los mantuvo serenos, confiados en que iban camino del Cielo, fue poder recibir el Cuerpo de Cristo bastantes días de los que estuvieron presos. Siempre a escondidas, y gracias al hermano Val -cocinero del Seminario- que les ponía un trocito de las Sagradas Formas entre el pan que albergaba el chocolate con el que desayunaban. No les dejaban rezar tampoco... sabían que la fuerza del cristiano viene de la oración y de la Eucaristía, pero nada de eso se lo pudieron arrebatar. Y ahí está, en una urna de cristal, la maletita que les sirvió de sagrario cuando se vieron obligados a salir de su casa; Dios los cuidó siempre, porque nadie les registró la maleta, nadie vio que nuestro Señor los acompañó a ese salón de actos. 

Tras pasar bajo la campana de la obediencia, la misma que tocó el hermano portero en aquellas cinco de la tarde del 20 julio, pasamos al lugar más importante del Museo. Pudimos sentarnos ante el Señor en la capilla; toda ella es presencia de Cristo, que se muestra con la multitud de símbolos que la habitan. 

Una vez que nos situamos ante el Sagrario, mirando hacia arriba, hay una gran corona de espinas, de la que emanan unos listones rojos que llegan hasta aquél; es la sangre derramada por Dios, la de Jesucristo y de los mártires. 

Bajo la capilla está la cripta. El padre nos acompañó y reconozco que lo seguí con paso tembloroso, buscando que cada gesto, cada palabra, fuera de respeto y oración.

En ese momento, ocurrió lo más bonito de toda la visita, y es que nos invitó a rezar juntos un Padre Nuestro ante las reliquias. Tras ese "Amén" final, el silencio era la única reflexión posible. Ante nosotros estaban los restos de unos jóvenes que apenas habían vivido veinte años, cuya valentía y capacidad de amar eran tan grandes, que tuvieron el coraje de afirmar que la vida era lo de menos y que, con su muerte, podrían seguir amando desde el Cielo. Tantas veces les preguntaron si querían abandonar los hábitos y salvarse; tantas veces les tentaron con mil barbaridades; y de su boca no salió jamás una frase de odio, ni temblaron ante el final que ya se acercaba. Respondieron siempre que su elección era el Cielo, porque allí estaba el Padre, y María, a la que querían con locura, les daría las fuerzas para terminar su camino sin desfallecer.

Hay una imagen muy bonita de la Virgen en una iglesia aneja al Museo: la Iglesia del Corazón de María. Allí pudimos participar en la Eucaristía; es un templo sencillo, pero acogedor, con la calidez del recuerdo de los que murieron por su causa. En esa Iglesia está el mural que se hizo para la beatificación de los mártires en Roma; y una hornacina dedicada a "El Pelé" -Ceferino Giménez Malla- el primer gitano beatificado. A "El Pelé" los fusilaron junto con el obispo, el 9 de agosto de 1936. El día 2 ya habían asesinado a los superiores frente a las tapias del cementerio de Barbastro. A partir del día 11, todos alcanzaron la Gloria del Cielo: "Anteayer, día 11, murieron, con la generosidad con que mueren los mártires, 6 de nuestros hermanos; hoy, 13, han alcanzado la palma de la victoria 20, y mañana, 14, esperamos morir los 21 restantes. ¡Gloria a Dios!" (Carta de despedida)

Esas fechas han quedado grabadas para siempre, en el corazón de todos y en la carretera que va de Barbastro a Berbegal, lugar donde los asesinaron. Avanzando por esta, hay dos monumentos que se levantan por entre los árboles como queriendo recordar al viajero que allí, el día 13 y 15 de agosto de 1936, cuarenta muchachos aceptaron el martirio como un regalo del Cielo porque con ello acogían la voluntad de Dios. 

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